sábado, 5 de noviembre de 2016

Las necesidades especiales del concepto de discapacidad. Herramientas para un replanteo posible

Para comenzar, un fragmento clínico:
-Matías: “Me estuvieron viendo médicos y piensan que soy un discapacitado, lo mismo piensan mis profesores. Creen que soy como un animal, que soy retrasado, pero yo me esfuerzo un montón”.
-Analista: “Bueno, tal vez es solo una idea tuya… ¿Por qué pensás eso?”.
-Matías: “Porque dicen que tengo problemas, me ven así, me doy cuenta”.
-Analista: “¿Pero hay alguien que no tenga algún problema, que no tenga dificultades?”.
-Matías: “No”.
-Analista: “Entonces todos tendríamos capacidades y dificultades, nuestras cosas que nos salen mejor y que nos salen peor… ¿Es así?”.
-Matías: “Sí, todos somos iguales, pero diferentes, con distintos problemas”.
-Analista: “Bueno, entonces los médicos y los profesores deben tener lo suyo también” (risas). 

Palabras más palabras menos, tal fue una conversación entre varias sobre este tema que mantuve con Matías, un paciente adolescente con diagnóstico de TGD y certificado de discapacidad, quien -a pesar de sus dificultades intelectuales- ciertamente capta con lucidez lo que a su alrededor se dice y murmura sobre él a través y más allá de las palabras, consideraciones éstas que, afortunadamente, es también capaz de poner en cuestión hasta a veces con saludables tintes revolucionarios, tan propios de su edad.
Esta charla, en la que intervine con la intención de desbaratar algo del terrible peso que representa para este paciente el término “discapacitado” -sin que aquello signifique negar su problemática-, debo decir que no me pasó en absoluto desapercibida teniendo en cuenta mi desempeño en el ámbito de la llamada “discapacidad” desde hace más de 10 años y los diferentes interrogantes que vengo recopilando respecto de la utilización de dicha categoría.
Pero, ¿de qué se habla cuando se habla de “discapacidad”? 
Tomemos primero la etimología de la palabra. Según Alicia Fainblum, “dis” es una preposición que denota negación o contrariedad, por lo que de inicio nos encontramos con la referencia a una capacidad nula o afectada. En conexión con esto, dicha autora nos dirá que se trata de un término relativamente moderno que se asocia, tanto en el discurso científico como en el social, a significantes tales como incapacitado, inválido, minusválido, impedido, diferencial, anormal, atípico, excepcional y disminuido.
Silberkasten, por su parte, nos recuerda una definición del comité de expertos de la Organización Mundial de la Salud, que reza: “(…) las palabras deficientes o minusválidos se usan aquí de manera intercambiable, considerándoseles personas cuya salud física y/o mental está afectada temporal o permanentemente, bien por causas congénitas o por la edad, enfermedad o accidente, con el resultado que su auto independencia, estudios o trabajos resultan impedidos. La palabra minusvalía según se usa aquí, significa la reducción de la capacidad funcional para llevar una vida cotidiana normal. Es el resultado no sólo de la deficiencia mental y/o física, sino también de la adaptación del individuo a la misma”.[1]
En este punto, me interesa tomar dicha definición en tanto podemos observar en ella una falta de referencia a los determinantes sociales implicados en la producción de la denominada “discapacidad”, poniéndose el acento en la capacidad de adaptación del individuo, palabra no pobre en resonancias,  por cierto.  A esta descontextualización, desde una perspectiva más amplia,  podemos vincularla con el llamado modelo médico hegemónico, el que -tal como afirman López Casariego y Almeida- consiste en “(…) una práctica social que se caracteriza por centrarse casi exclusivamente en los aspectos biomédicos de las enfermedades o padecimientos, subestimando las determinaciones sociales de los mismos”[2], a lo que cabría agregar que desconsiderando también las consecuencias ocasionadas por un aparato de lectura semejante. Desde esta óptica serán entonces naturalizados parámetros de normalidad/anormalidad-capacidad/incapacidad, a través de los que se cosifica a las personas como objetos de un saber-poder cientificista.
En relación con dicho modelo, en el ámbito de la “discapacidad” nos encontramos con el denominado modelo rehabilitador, el que propone que la discapacidad obedece básicamente a causas individuales y médicas. De acuerdo a este panorama en el que la “discapacidad” es pensada en términos descontextualizados, ahistóricos y unicausales a partir de un centramiento en aspectos biológicos (microbios, virus, genes, neurotransmisores), lo social queda relegado a un aspecto secundario y el tratamiento será entonces biomédico, ya sea a través de medicamentos y/o del propiciamiento de la adaptación o readaptación conductual a lo establecido. En el ámbito psi, esto último se encuentra especialmente hoy en boga debido a la aplicación masiva de métodos cognitivo-conductuales, los que -haciendo caso omiso en buena medida de procesos saludables de apropiación subjetiva- adoctrinan a la singularidad más de lo que la respetan a la hora de posibilitar su circulación social. Por supuesto, nobleza obliga, vale mencionar que no todos los equipos de orientación cognitivo conductual que incursionan en el ámbito trabajan de la misma manera ni se hallan atados a los rígidos esquemas de años atrás, habiendo en ocasiones numerosos puntos de acercamiento con prácticas de raigambre psicoanalítica, tanto como interesantes innovaciones capaces de enriquecer nuestra labor clínica. Como lúcidamente reflexiona Ricardo Rodulfo,  las pretenciones de pureza -tan pregnantes bajo diversos rostros en algunos prejuiciosos discursos- no representan más que un fantasma obsesivo.
De todos modos, y siguiendo a Foucault, hay que aclarar que, si bien -como vemos- no se trata de contiendas del tipo medicina vs anti-medicina o terapias cognitivo-conductuales vs psicoanálisis, las que conducirían a descalificaciones sordas incapaces de aprovechar lo fructífero de un diálogo entre diferentes posiciones, lo que no puede pasarse por alto es el intento sistemático de reducir la complejidad de las situaciones que atravesamos los seres humanos, desatendiendo así las variables histórico-sociales en juego.
En este sentido, y siguiendo nuevamente a López Casariego y Almeida, cabe destacarse la diferencia entre el modelo biomédico y el de los determinantes sociales, el que “(…) plantea al proceso de salud-enfermedad en términos de multiplicidad y complejidad, incluyendo lo biológico, lo psicológico, y jerarquizando lo social como determinante de cómo nacemos, vivimos, enfermamos o morimos según las condiciones materiales de vida, los procesos de trabajo, las relaciones de género, entre otras determinaciones”.[3] En esta línea, cabe recordar aquella frase tan perspicaz de Ramón Carrillo, quien decía: “Frente a la tristeza, la angustia y el infortunio social de los pueblos, los microbios como causa de enfermedad son pobres causas”.[4] En fin, más que en la pobreza de estas causas, hay que pensar en términos de los efectos de determinantes sociales como la pobreza, la angustia y la tristeza, entre tantos otros, los que bien pueden influir en tantas discapacidades resultantes de enfermedades o problemáticas prevenibles y/o curables en mayor medida si recibiesen la atención adecuada y a tiempo, aquella de la que gozan las clases más pudientes en los costosos sistemas prepagos. Claro que sería propio de una necedad inconducente entender a ciertas patologías privilegiadamente en estos términos, pero considero que no está de más la invitación a la amplitud de foco que nos hace dicho planteo. Ciertamente se ven a diario los casos en los que las variables sociales no pueden dejar de ser tomadas en cuenta y, en este punto, hay que considerar especialmente lo discapacitantes que para el desarrollo saludable en general (emocional y más allá) pueden resultar ambientes de crianza no suficientemente buenos en los que la escasez de recursos económicos y problemáticas como las adicciones o el hacinamiento portan un rol fundamental en lo que a fallas vinculares en momentos constitutivos refiere. Pasados -llamémosle- ciertos "períodos ventana", hay procesos que tienden a atrofiarse, a plagarse de obstáculos muchas veces irresolubles en el porvenir. Inútil es desconocerlo, por más optimistas que seamos. En fin, carencias parentales, carencias institucionales, discapacidades.
Resulta pertinente mencionar también aquí lo que postula el modelo social de la discapacidad, el que -según las autoras antes mencionadas- subraya que las discapacidades son producto del encuentro de las personas con impedimentos o barreras sociales que limitan su capacidad para participar en condiciones de igualdad en la sociedad. Vemos como, cambiando así el ángulo de la mirada, la cuestión de la que se trata no es si una persona es discapacitada o qué discapacidad tiene, sino más bien de qué manera se genera, sostiene y refuerza una discapacidad en la relación entre la persona y su medio social, lo que lleva a preguntarnos en qué como sociedad podemos estar siendo incapaces al momento de brindar los soportes necesarios para que algunos de nuestros miembros dejen de no poder lo que no pueden. De esta manera, la pregunta se transfiere entonces al papel de nuestra responsabilidad como sociedad en lo respectivo a las oportunidades brindadas para que las limitaciones que un sujeto pueda presentar sean superadas y, con ellas, su discapacidad misma, tal como afortunadamente me sucede a mí gracias a los lentes con los que puedo leerles.
Llegados a este punto, podemos decir que el término discapacidad refiere entonces a una condición policausal que conlleva la ausencia o disminución de determinadas capacidades de acuerdo a este momento histórico en particular que valoriza algunas destrezas, desprecia otras y otorga relevancia -en el sentido de lo deficitario- solamente a algunas incapacidades o problemáticas, circunscribiendo de este modo sólo a una determinada porción de la población bajo éste rótulo. Se pensará entonces a la “discapacidad” no como una categoría aislada ni estática al modo de un hecho fáctico en bruto que pudiera quedar eximido de operaciones de lectura, sino que la “discapacidad” misma, en tanto concepto, se encuentra sujeta a determinantes socio-históricos y, por ello mismo, dinámicos, que definen su contorno de acuerdo a una multiplicidad de factores, tal como sucede con la distribución entre salud y enfermedad en términos generales. 
En relación a estas variables, y como podemos pensar a partir de Silberkasten, la atribución o no de una discapacidad va a estar en fuerte relación con las presuntamente mayores o menores posibilidades de inclusión en el sistema de producción de bienes y servicios de una comunidad determinada, o bien respecto de las instancias de preparación para luego pertenecer al mismo, siendo este -y no la problemática en cuestión- el principal parámetro que define quién cae a cada lado de la divisoria.
Ahora bien, la mencionada delimitación siempre variable entre lo sano y lo enfermo, cuando nos referimos a la denominada “discapacidad”, lleva comúnmente a establecer la siguiente ecuación naturalizada de amplia instalación social: discapacitado/a=enfermo/a=sufriente. Pero claro, esto no necesariamente se verifica en los hechos. Basta para ello ver casos de personas con síndromes genéticos o dificultades intelectuales que no parecen padecer en absoluto de su condición y, por el contrario, hasta se los halla mucho más alegres, vivaces y hasta saludables psiquicamente que los profesionales que los atienden, por solo mencionar un ejemplo. Lo fáctico del soma en algún aspecto, en tanto externo a toda representación psíquica, no necesariamente se circunscribe en la lógica de lo real ni incomoda entonces a veces de modo significativo. Si hay una incomodidad en juego, puede que sea la del observador externo, pero no la del sujeto.
Además, esta bipartición entre capacitados/as y discapacitados/as invisibiliza el hecho de que poseer habilidades y dificultades –e incluso imposibilidades- es algo común a todos los seres humanos y no sólo a un determinado sector de la población, tal como conversábamos con Matías. Discapacidades de la vida cotidiana, podríamos decir parafraseando a Freud y emulando aquel movimiento estratégico con el que supo difuminar un poco las fronteras entre lo sano y lo patológico.
Planteado de este modo, y estando perfectamente advertidos de no tropezar con la trampa de igualar las diferencias, si como agentes de salud nos corremos de una mirada exportada desde los intereses del sistema productivo en lugar de reproducirla, vemos la cuestionable justeza de la institución "discapacidad", su cierta minusvalía conceptual debida a su insensibilidad para lo complejo. Pero a esta imprecisión hay que sumarle el potencial estigmatizante del término en el contexto de una sociedad que, cuando no invisibiliza lo que circunscribe como su resto, lo tiende a rechazar de manera más o menos explícita, quedando toda diferencia vinculada a lo deficitario expulsada del universo de lo humano, ya sea con dirección hacia el bajo infierno de la terrenal animalidad (“no controlan sus impulsos”, "son peligrosos", "no se les puede delegar ninguna tarea de valor social") o directo hacia el cielo de la inocente pureza (“son como angelitos”, “son como eternos niños”, “no tienen maldad”). En definitiva, si tomada en cuenta determinada característica considerada por fuera de la norma lo que aparece no es el rechazo, nos encontramos con su contrario -tal vez su formación reactiva-, denunciando ambos polos tanto como la falta de registro de la misma, una dificultad de nuestra sociedad para alojar ciertas diferencias. Contrariamente a otras posibilidades de la alteridad, lo estipulado como discapacidad no suele portar una cara seductora que marque cierta ambivalencia en su extranjeridad, siendo entonces la marca de lo negativo, o bien la negatividad de marca, las que copan la escena. 
De esta manera,  es en este escenario en el que la palabra “discapacidad” cobra tal peso social, que me pregunto sobre la pertinencia de seguir utilizando este vocablo que acaba generando modelos identificatorios discapacitantes y una profundización de la discriminación al respecto, lo que conlleva un cercenamiento de las potencialidades de los sujetos, robusteciendo de este modo el propio sistema de salud el padecimiento de aquellos a quienes tan peculiarmente cobija.
No hace mucho tiempo, una colega me comentaba con gran pericia sobre el sabor agridulce que le generaba el hecho de que uno de sus pacientes pronto iba a obtener su certificado de discapacidad, el que, a la vez que iba a habilitar posibilidades para el avance de este niño cuya familia carecía de recursos económicos, lo rotulaba en el mismo movimiento.
Por supuesto que el quid de la cuestión estriba en el contenido que se le atribuye socialmente a la palabra “discapacitado/a” más que en el término en sí, y con trocar un vocablo no podemos pretender un desvío sustancial, pero no debemos olvidar en este punto que el lenguaje trafica relaciones de poder. Además, cuando una etiqueta cobra tal indeseable consistencia contraria a todo proceso de diversificación polisémica, como sucede en este caso, el hecho de dejarla de lado de parte de nuestro sistema de salud opino que podría contribuir en alguna medida a la generación del cambio pretendido, o al menos acompañarlo mejor. Tal como nos dice Goffman, “estas clasificaciones binarias de procesos complejos son funcionales a la discriminación y estigmatización de las personas y colectivos sociales”.[4] Vemos como, en el hueso, la denominada “discapacidad” no se trata entonces sino una cuestión política, de una puja entre una mayoría y una minoría, en la que los grupos mayoritarios disponen más o menos según su antojo, de acuerdo a los parámetros que rigen las democracias, como nos da a pensar Bauman.
Se han buscado últimamente diferentes opciones para evitar el uso de esta terminología. Por una parte, se habla de “persona con discapacidad”, para dejar así de hablar de “discapacitado/a”, pasaje del ser al tener que representa un paso importante, en tanto introduce la dimensión de la parcialidad y ya no se discapacita al sujeto como tal, aún cuando -vale aclararlo- asumir una dificultad como una parte y tan sólo una parte de lo que somos -al menos por el momento-, pueda resultar de lo más sanador que puede hacerse con ella. Por otro lado, también se habla de “persona con capacidades especiales” o “persona con capacidades diferentes”, poniéndose el acento en las posibilidades más que en las dificultades, lo que resulta también significativo, aunque desconoce que todos tenemos capacidades distintas, como ya antes mencionamos. De cualquier forma, en cualquiera de estos casos, a lo que se apela es a clasificaciones genéricas que remiten a una divisoria entre los “capacitados normales” y los que quedan por fuera de este grupo, no habiendo entonces demasiada distancia con aquella categoría de “discapacitado/a” que se pretende superar. Por supuesto, aquello de “persona con necesidades especiales” que también suele escucharse, incurre en lo mismo, sólo que de manera inversa. En suma, si algo resulta evidente ante esta proliferación de nombres, es la dificultad a la vez que la necesidad de encontrar una nominación, búsqueda de la que comúnmente participan los mismos pacientes y sus familiares en alguna medida. En términos de Lacan, podríamos decir que la lógica de lo real -entendido como lo imposible de simbolizar sin resto- se encuentra aquí metiendo la cola; pero desde otra perspectiva, podemos pensar que semejante dificultad que siempre nos deja insatisfechos con sus nominaciones tentativas, responde a que nos hallamos entrampados en un problema mal planteado, o más bien, frente a una cuestión que, precisamente porque está mal planteada, es que se convierte en un problema. En este sentido, tal vez lo más conveniente sea dejar de insistir en aquella compulsiva búsqueda de un nombre adecuado para dividir a la heterogeneidad del género humano en dos, los en más y los en menos, lo fálico y lo castrado, con todas las connotaciones metafísicas de larga data que esto supone. Platón de nuevo rondando por aquí y extraviándonos con sus ficciones verticales. Ya no en el mismo sentido, pero algo similar, nos plantea aquella cuestionable necesidad de separar entre masculino y femenino en los documentos de identidad. ¿Hace falta?
En fin, dadas las contraindicaciones observadas, bien podríamos considerar como pertinente el abandono de la utilización de rótulos generales y podríamos calificar como conveniente la desaparición de aquella bendita carta de presentación que es el certificado de discapacidad, el que hasta a veces se enarbola como una bandera representante de alguna “ganancia secundaria", como podríamos decir recordando a Freud. Pero lo cierto es que, al menos hasta donde puedo imaginarlo, no parece posible –ni inofensivo- sustraernos del todo de esta lógica de funcionamiento basada en rótulos, resultando entonces necesario continuar nominando mediante categorías tanto como produciendo modos de certificación por una infinidad de razones, entre ellas la de alcanzar un entendimiento común entre distintos actores sociales, profesionales e instituciones implicados. Si, por su función de imprescindible mapa orientador y posibilitador, podríamos arriesgarnos a decir que las categorías jamás desaparecerán, la cuestión estribará entonces en el monitoreo del uso que se hace de ellas, en el "cómo", tema que nos compete enérgicamente en tanto analistas. Además, como fue anticipado, hay que aclarar que tampoco se trata de negar la inclusión de una dificultad -con todo lo que tenga de singular- dentro de una clase específica de problemáticas, lo que puede resultar más peligroso para la salud psíquica que sencillamente aceptar dicha pertenencia. De todos modos, y más allá de la necesidad de categorizar, hay que decir también que, tal como a veces sucede, no es cuestión tampoco de aludir a rótulos innecesariamente. 
Sacando conclusiones parciales, tal vez se trate entonces de intentar no reducir la complejidad en juego y evitar así -en la medida de lo posible- categorías que pasan a las singularidades por auténticas “picadoras de carne” que acaban favoreciendo la generación de representaciones sociales nocivas al operar una doble vía desubjetivante, primero reduciendo a la persona a “persona discapacitada” y, en segundo lugar, poniendo en pie de igualdad cualquier dificultad al hablar sencillamente de “discapacidad”, ni siquiera de "discapacidades". Por esto, podríamos considerar pertinente la sustitución de estos rótulos -que acaban hasta signando destinos- por nominaciones más específicas que, más que hacer hincapié en las dificultades, apunten al proceso saludable por el que se las enfrenta. Si bien es para pensarlo y repensarlo una y mil veces, me parece muy diferente leer: “Certificado de Discapacidad. Diagnóstico: Trastorno generalizado del desarrollo.”, que leer: “Certificado para el favorecimiento del proceso de desarrollo vincular y cognitivo”; o tratándose de una problemática motora crónica: "Certificado de accesibilidad", debiendo ser entonces estos propiciamientos ajustados al caso y no generales, tal como lo son los certificados con indicaciones médicas que se presentan a veces en los trabajos. No se trata de eufemismos, se trata de efectos, de intentar una reducción de daños. Por supuesto que "ajuste al caso" no debe significar de ningún modo la inclusión de detalles prescindibles que vulneren el derecho a la intimidad cuando se trate de documentos de uso público más que profesional, variable ésta a ser tenida en cuenta insoslayablemente. 
En fin, esquivada la adscripción a la iatrogenia de las tantas veces estigmatizantes “bolsas de gatos” que yerran al intentar favorecer a ciegas facilitando tanto lo atinado como lo que no lo es, se abre espacio a la apuesta por una mayor especificidad que haga estallar en una pluralidad de nombres sin centro la alienante división del mundo entre capacitados/as y discapacitados/as, apuesta con una mirada que apunta a un proceso saludable en el que el sujeto es activo, requisitos éstos fundamentales para pensar en términos del despliegue de una singularidad lo más sana posible. ¿O será acaso -y contra todo lo dicho- que un "certificado de facilitación" (o "prestacional", como me han sugerido) que sea general resulte menos iatrogénico que uno más cercano a lo singular -y, por eso mismo, menos protector de lo privado-, y esto a pesar de que sea el reverso del célebre "certificado de discapacidad" y siga su misma lógica bipartita? Quién sabe... pero, al menos, representaría con seguridad un avance respecto de nuestro penoso panorama actual. Tal vez, en un futuro cercano, la tecnología contribuya a cierto resguardo de la privacidad y facilite las cosas -léase: tarjetas magnéticas de DNI para la población en general con información personal de todo tipo, cargada tal como en el caso de la tarjeta SUBE, por ejemplo-.
Si, en consonancia con López Casariego y Almeida y con los dichos de Matías, acordamos con el objetivo de trabajar para una profunda transformación social y cultural que implique reconocer al otro/a como igual, cualquiera sea su condición, lo que conlleva modificar parámetros sociales muy arraigados y presentes en nuestra vida cotidiana, espero que estas líneas hayan estado a la altura contribuir al debate sobre de qué manera avanzar en el camino hacia una consideración más igualitaria de la diversidad. Diversidad que, urge decirlo,  no es sino un elemento constitutivo y siempre potencialmente enriquecedor de nuestra sociedad y de esa pluralidad que, después de todo, somos nosotros/as mismos/as. Y si, tal como creo, muy en el fondo del rechazo respecto de la llamada “discapacidad” hay efectivamente algo de una proyección defensiva debida a una incapacidad para poder vérselas con lo despreciado del propio ser que en ella se espeja, lo que se entrama con la necesidad de poner a un otro por debajo para sostener tan elevadas como oscuras aspiraciones narcisistas respecto de todo tipo de supuestas "minorías anormales", tal vez se trate entonces de comenzar por aceptar lo que de otredad resistida y menospreciada habita en el corazón de nuestras tripas, para recién así poder luego mirar a los ojos a lo diverso sin necesidad de desautorizar su calidad de igual en la diferencia.
Para finalizar, quisiera compartir con ustedes un video de Stand up sobre la temática con el que tuve el gusto de encontrarme recientemente, el que además de hacer reír, tiene la cualidad de -vía implosión- cuestionar profundamente aquella controvertida partición del mundo entre capacitados y discapacitados: https://www.youtube.com/watch?v=-_3zqesgTiY

Bibliografía:

-Almeida, E. y López Casariego, V.: Documentos temáticos INADI: “Derecho a la salud sin discriminación”.
-Bauman, Z.: “Sobre la educación en un mundo líquido”.
-Fainblum, A.: “Discapacidad. Una perspectiva clínica desde el psicoanálisis”. 
-Rodulfo, R.: “Para una clínica de la differance”.
-Silverkasten, Marcelo: “La construcción imaginaria de la discapacidad”.



[1][1] Silberkasten, M.: “La construcción imaginaria de la discapacidad"
[2] Documentos temáticos INADI: “Derecho a la salud sin discriminación”. Pág. 10.
[3] Documentos temáticos INADI: “Derecho a la salud sin discriminación”. Pág.: 11.
[4] Citado en DSpinelli et ál., 1989: contratapa



viernes, 15 de abril de 2016

Venenos de la civilización, venenos de la soledad. Reflexiones psicoanalíticas a la luz del film "Into the wild" (en co-autoría con la lic. Micaela Garibaldi)


“Hay placer en los bosques sin senderos
hay éxtasis en una costa solitaria.
Está la sociedad, donde nadie se inmiscuye,
por el océano profundo
y la música con su rugido:
No amo menos al hombre,
pero sí más a la naturaleza”.

Lord Byron

“Crees que debes tener más de lo que necesitas, 
hasta que no lo tengas todo no quedarás libre.
Sociedad, estás loca, 
espero que no te sientas sola sin mí”.

Eddie Vedder

I. Resumen de la película

La película “Into the wild”, basada en el libro homónimo de Jon Krakauer y en torno a la que realizaremos nuestro trabajo, relata la historia de Christopher McCandless, un joven estadounidense que en 1990 y con 22 años de edad, decidió cambiar completamente de vida luego de terminar sus estudios universitarios y comenzó a viajar por el oeste de Estados Unidos, cambiando su nombre por el de Alexander Supertrump. Arribó a Alaska en 1992, destino al que planeaba llegar para vivir allí lejos de la civilización, llevando una vida salvaje, la que reflejó en un diario en el que dio cuenta de sus vivencias. 
La película está estructurada de un modo desordenado, yendo y viniendo entre escenas previas y posteriores, por lo que intentaremos presentar la historia de nuestro protagonista de la manera más sistemática posible para facilitar su comprensión.
Entre las primeras escenas de la película, se retrata la ceremonia por la finalización de los estudios de Chris en Atlanta, ciudad a la que concurrieron sus padres y su hermana con el fin de presenciar el evento. Luego del mismo, en un almuerzo familiar, los padres de Chris le transmiten su deseo de regalarle un vehículo nuevo, cambiarle su “chatarra”, a lo que el joven se niega, diciéndoles con enojo: “¿Creen que quiero un auto de súper lujo? ¿Les preocupa lo que piensen los vecinos? (…) No quiero un auto nuevo, no quiero nada. ¡Son cosas, cosas, cosas, cosas!”.
Será luego de que sus padres retornan a Georgia, ciudad en la que viven, el momento en que Chris decide dejar atrás la vida que llevaba, dona sus más de 24.000 dólares de ahorros a la caridad, rompe las credenciales que acreditaban su identidad y emprende un viaje en su auto hacia el oeste. 
Aquí comienza la sección de la película denominada “Mi propio nacimiento”, primer capítulo que es encabezado con estas palabras: “No puede negarse que ser libre siempre nos ha llamado la atención. Lo asociamos con escapar de la historia, la opresión, la ley y las responsabilidades. Libertad absoluta, y el camino siempre conduce al oeste”.
En la escena siguiente, el auto queda inutilizable tras una tormenta, momento en que Chris opta por quemar el poco dinero que le queda -pues considera que éste estorba y corrompe a la gente- y parte caminando sin más que su mochila a cuestas. Es por estos días que se bautiza a sí mismo como Alexander Supertrump, escribiéndolo en un espejo. Los padres, mientras tanto, comienzan a preocuparse por la falta de noticias desde Atlanta y van a visitarlo, encontrándose con que ya no vive allí. 
Alex luego conoce a una pareja hippie, Jan y Rainey, quienes le hacen el favor de llevarlo en su casa rodante y con los que entabla una amistad. En una charla con Jan, ésta le dice que, según ella considera, sus padres lo aman, frente a lo que Alex cita a Thoreau y le expresa: “En lugar de amor y fortuna y fe y fama y justicia, dame la verdad”. Esto viene a colación de la ira y la violencia que había en su casa, la que contrastaba con un teatro familiar que encubría un siempre inminente divorcio que nunca aconteció. Además, esta frase se vincula con el hecho de que nuestro protagonista se haya enterado pocos años atrás de que sus padres le mintieron sobre cómo se conocieron y enamoraron, ya que su padre estaba casado cuando conoció a su madre, e incluso tuvo un hijo con su primer esposa después de que naciese, lo que los redefinió a él y a su hermana como hijos bastardos, según los dichos de ésta.  En palabras de su hermana: “Todo esto fue un asesinato de la verdad de todos los días que sacudió la identidad de Chris, haciendo que su infancia pareciera una ficción”.
En una escena posterior, en la que Alex se dispone a acercase a Jan para que deje de entristecerse pensando en su pasado y retorne con Rainey y a la alegría, puede verse un claro momento de disfrute compartido a orillas del mar entre ambos, en el que, además, Alex logra superar su temor al agua. Se escucha en este momento la voz de Alex diciendo: “El único regalo del mar son los golpes de sus olas y, en ocasiones, la oportunidad de sentirse fuerte (…) en la vida, lo importante no es necesariamente ser fuerte, sino sentirse fuerte. Imaginarse una vez, encontrarse al menos una vez en la más antigua de las condiciones humanas, enfrentando una fuerza arrolladora sólo, sin ninguna ayuda, excepto tus propias manos y cabeza”. 
Luego, de modo de dejarlos vivir su vida en pareja, Alex decide marcharse, momento en el que comienza la parte de la película denominada “Adolescencia”. 
En septiembre de 1990, se dirige a Dakota del sur, lugar en el que se dedica a la cosecha de trigo. Aquí es donde le comenta a un nuevo amigo, Wayne, sobre su deseo de ir a Alaska para vivir en la naturaleza sin compañía ni mapas ni relojes, de manera de salir de esta sociedad, a la que califica como decadente y enferma, en la que personas como “padres, hipócritas, políticos y mentirosos” lastiman, juzgan y controlan, añadiendo que tal vez decida escribir un libro sobre esta experiencia cuando retorne. Acaba su estadía allí con el arresto de Wayne, quien le aconseja que espere hasta la primavera para ir a Alaska y se dirija primero hacia el sur.
Luego de esto, Alex decide comprar un kayak y navegar por un río sin experiencia e ilegalmente -en tanto, para hacerlo de manera gratuita y legal, debía esperar 12 años para obtener un permiso-, razón por la que es perseguido en su trayecto.
Aquí se escucha nuevamente la voz de su hermana: “(…) no sólo era rebeldía o rabia lo que lo impulsaba. Chris siempre había tenido empuje, siempre había sido un aventurero”.
Alex llega con su kayak hasta el golfo de México, lugar al que ingresa ilegalmente. Desde allí se dirige hasta California, viajando sin pasaje en un tren de carga. En esta ciudad intenta conseguir una identificación, solicitando también una cama para pasar la noche, pero luego rechaza todo esto antes de que le sea concedido. 
Comienza luego el período llamado “Madurez” con una escena violenta en la que Alex es descubierto viajando en el vagón de otro tren de carga, recibiendo una paliza por ello.
Continúa luego su viaje a dedo y trabaja en un Mc Donalds, sólo como medio para poder continuar con su propósito de llegar a Alaska. Después de continuar su viaje nuevamente en tren, se reencuentra con Jan y Rainey, dándose paso en la película a la cuarta parte, denominada “Familia”.
Aquí Alex conoce a Tracy, una cantante adolescente que mostrará agrado por él. Ella pretende acostarse con Alex, pero éste se niega por tener ella 16 años, invitándola, en cambio, a tocar juntos una canción. 
Comienza a posteriori la última parte del film, llamada “Obtención de la sabiduría”. Alex conoce en este momento a un anciano llamado Ron Franz, quien le pregunta si no cree que debería estar estudiando, trabajando o haciendo algo de su vida, a lo que Alex responde: “Las carreras son un invento del siglo XX y yo no quiero eso (…) vivo así por decisión”, añadiendo luego: “Ya no tengo familia”, ante la pregunta del sr. Franz al respecto. 
En una escena posterior, intentando que el sr. Franz abandone la soledad de su casa y cambie de vida, Alex le dice: “(…) la esencia del espíritu humano vive de nuevas experiencias”, agregando después: “Te equivocas si crees que la felicidad está sólo en las relaciones humanas. Dios la pone a nuestro alrededor, está en todo, en todo lo que experimentamos. Sólo tenemos que cambiar la forma en como vemos las cosas”.
En la despedida del sr. Franz, éste al no tener familia le propone adoptarlo, diciéndole que podría ser su abuelo, a lo que Alex, sin darle una respuesta, le plantea hablar del tema cuando vuelva de Alaska.
Alex llega finalmente a Alaska en abril de 1992 y pretende vivir en aquellas tierras sin ninguna experiencia en entornos hostiles, queriendo hacerlo, además, prácticamente sin medios materiales, contando con poco más que un rifle para cazar, un libro sobre plantas locales, un equipo de campamento y un par de botas. Encuentra un autobús abandonado en el que decide asentarse, refugio al que llama “el autobús mágico”. 
En dicho autobús, Alex escribe en mayo de 1992: “Los años recorren la tierra sin teléfono, piscina, mascotas o cigarrillos. Libertad máxima, un extremista, un viajante solitario cuyo hogar es el camino. Ahora, después de dos años errantes llega una máxima aventura final, la feroz batalla para asesinar al ser falso interno y concluir triunfalmente la revolución espiritual. Para evadir el veneno de la civilización tienes que huir lejos, recorrer la tierra sólo con el fin de perderte en la naturaleza”.
Tal cual refleja seguidamente la película, esta inserción en la naturaleza -con todas las dificultades que conlleva conseguir alimento en ella- no lo exceptúa, sin embargo, de sentir compasión frente a un animal que estaba con su cría, decidiendo entonces no dispararle con su rifle.
Puede verse luego una escena en la que Alex se ducha jubilosamente al aire libre por intermedio de un dispositivo consistente tan solo en una lata agujereada, a la vez que se escucha una canción que, atinadamente, dice: “Llega la mañana cuando siento que nada queda para ocultar”.
Después de vivir con éxito durante un tiempo, el joven decide irse de allí en julio, pero se encuentra con que el río que había cruzado en abril había crecido, por lo que le es imposible atravesarlo. Plasma luego este episodio en su diario en un día lluvioso y añade: “Estar solo en la lluvia, asusta”.
Se muestra luego en la película el malestar de Alex por haberse envenenado con plantas que llevan a la inanición y a la muerte, razón por la que intenta vomitarlas.
Progresivamente, Alex va sintiéndose cada vez más débil, cosa que plasma en su diario, llegando a escribir: “Quedé literalmente atrapado en la naturaleza”. Es por esta época que escribe llorando y a contramano de sus dichos anteriores: “La felicidad sólo es verdadera cuando es compartida”. 
Finalmente, y ya agonizando, arranca la página final del libro “Educación de un hombre errante” y, del otro lado, agrega: “Tuve una vida feliz, le agradezco al señor. ¡Adiós y que Dios los bendiga a todos!”, firmando como Christopher Johnson McCandless. 
La última frase del protagonista que aparece en la película es: “¿Qué pasaría si sonriera y corriera a sus brazos?¿verían entonces lo que veo ahora?”.
Ya por fuera del material que nos ofrece el film, añadiremos que el 6 de septiembre de 1992, dos excursionistas y un grupo de los cazadores de alces encontró la siguiente nota en la puerta del autobús: “S.O.S., necesito su ayuda. Estoy herido, cerca de morir, y demasiado débil para hacer una caminata. Estoy completamente solo, no es ningún chiste. En el nombre de Dios, por favor permanezcan aquí para salvarme. Estoy recolectando bayas cerca de aquí y volveré esta tarde. Gracias, Chris McCandless. Agosto”.
Éstas son las mismas personas que encontraron su cadáver en su bolsa de dormir dentro del autobús, con apenas 30 kilos de peso y llevando muerto más de dos semanas. La causa oficial del fallecimiento fue inanición, aunque luego se comprobó que había consumido un aminoácido tóxico de manera regular, el que lo habría matado dada su debilidad.

II. La fuga de Chris

Para comenzar el análisis de la película, diremos que podría pensarse a la historia de vida reflejada en la película “Into de wild” como el relato de una subversión individual, decididamente violenta en su iniciativa y determinación, y a la que podríamos considerar como una respuesta a la violencia que el protagonista ubica en su familia y -siguiendo a Zizek- en el sistema. Este autor diferencia la violencia subjetiva, la violencia simbólica y la violencia objetiva o sistémica. Sobre la primera, dice que es aquella directamente visible, practicada por un agente fácilmente identificable. En cuanto a la violencia simbólica,  afirma que ésta está encarnada en el lenguaje y sus formas y puede observarse tanto en casos de provocación y dominación social reproducidas en discursos habituales como en la imposición de cierto universo de sentido relacionada con el lenguaje como tal. Por último, a la violencia sistémica, la vincula a las catastróficas consecuencias del funcionamiento político y económico del sistema en el que vivimos. Tomando a Zizek, la tendencia es a considerar solamente a la que resulta más evidente, la subjetiva, quedando en la oscuridad aquella que debiera estar en primer plano en todo análisis, la objetiva. Esta violencia resulta invisible en tanto sostiene el estado de cosas estimado como “normal”, violencia entonces naturalizada que es necesario tomar en cuenta para dar explicación a irrupciones de violencia subjetiva, las que, en general, tienden a ser abordadas cual si se tratasen de explosiones irracionales y aisladas de toda trama. 
De esta manera, pensamos como episodios de violencia subjetiva tanto a la respuesta de Chris frente al ofrecimiento de sus padres de comprarle un auto nuevo como -principalmente- a su fuga del sistema, de su familia y de todo lo que tuviese ver con su identidad. Éstas serían entonces reacciones frente a una violencia simbólica y objetiva desapercibidamente establecida frente a la que Chris se estaría revelando, léase aquí lógicas de dominación del sistema y –como sus vasos capilares- mandatos familiares, con todo lo de falso, hipócrita, opresor, decadente y enfermo que Chris les supone. Digamos entonces que, paradójicamente, la violencia subjetiva de Chris en su sentido más fuerte consistió, no en volverse visible estruendosamente, sino, por el contrario, en desaparecer, y más aún, en tratar de ausentarse del sistema aún en su mismo seno para, finalmente, aislarse. Lo imperceptible como respuesta a lo desapercibido, he aquí donde reside, según consideramos, el interés particular de esta historia en la que el malestar no se convierte en escandalosa denuncia, sino en sigilosa fuga.
Dicho todo esto, consideramos que la huida de Chris, devenido Alex Supertramp, podría bien pensarse como una reacción frente a un ataque a “la verdad de todos los días”, pero una reacción no en los términos de ejercer una oposición al modo de una contienda, sino más bien en el sentido de una violenta línea de fuga (Deleuze-Guattari, 1977) por la que intentó alcanzar un modo de vida natural, sin contaminaciones civilizatorias.

III. Muriendo para volver a nacer

Tal como lo cuenta la película, a tal punto llegó su insurrección, de tal masividad supo ser el rechazo hacia su vida previa que no es descabellado pensar al viraje del protagonista en los términos de un renacer que fue luego dando lugar a distintas etapas vitales. 
Opinamos que dicho punto y aparte -que pretendió ser, más bien, unos puntos suspensivos- puede pensarse en el sentido de una purificación de una mancha, tal como nos dice Kristeva (Kristeva, 1994), lo que nos lleva inmediatamente a considerar la historia de Chris a partir de su fuga como una especie de ritual de más de dos años de duración, cuyos puntos culmines podrían situarse en la película tanto en la destrucción de sus credenciales y la quema de su dinero como -fundamentalmente- en aquella ducha al aire libre que se da en Alaska, geografía señalada por él para dar lugar a la “feroz batalla para asesinar al ser falso interno” y pasar a ser definitivamente otro. Creemos que la mancha de la que intenta liberarse Chris es aquella que le dejó el hecho de haber disfrutado -además de padecido- de su pertenencia a la familia y a la sociedad con las que se muestra tan contestatario. Es decir, la purificación sería entonces la del goce de lo falso, la de su previo consentimiento a una gustosa mezcolanza con lo infectado de mancilla (Ricoeur, 1960) que tanto critica, momento éste ahora considerado como superado. Como afirma Kristeva, purificación implica culpabilidad y arrepentimiento, y en un mundo plagado de sucia banalidad y teatralidad en el que la ley y los valores han declinado (Kristeva, 1994), Chris optó por revelarse contra el arma de control más potente de la sociedad mercantilista/consumista pos-disciplinaria: la seducción de sus placeres (Lipovetsky, 1983). Si como nos expresa Kristeva, los espacios de pureza repudian secretamente el roce con la animalidad, la purificación para Chris consistió inversamente en un intento de acercamiento con lo animal como modo de rehusarse al dulce tóxico de la civilización. En suma, el hecho de llevar adelante esta “revolución espiritual purificadora” cabría conjeturar que ha implicado para Chris entonces no reconocer mancha alguna actual en sí-mismo, en tanto, a lo sumo, asume errores pero no malignidad, quedando la suciedad de este modo depositada exclusivamente tanto en sus padres como en el sistema en general.
Por otro lado, podría decirse que el hecho de irse y abandonar toda comunicación con sus padres, vino al lugar de un asesinato simbólico de éstos, al que perfectamente podríamos relacionar con el asesinato del padre de la horda del que nos habla Freud en “Tótem y tabú” (Freud, 1912). En el pasaje de Chris a Alex, nuestro protagonista se desprendió de una manera Anti-edípica extrema (Waserman, 2011) de su linaje y rechazó todo provecho que pudiese obtener del mismo, no incluyéndose tampoco en el linaje ofrecido por el sr. Franz. Además, podría considerarse que con el asesinato simbólico de sus padres, Chris no pretendió apropiarse de las cualidades de nadie ni inauguró pacto civilizatorio alguno como en la revuelta freudiana, sino que más bien intentó fundar un orden salvaje anti-civilizatorio. Diremos de esta manera que Chris no quiso ser esclavo, pero también desechó la disputa por ser amo, rechazando incluso prácticamente todo beneficio de la vida en sociedad por el costo que esto le representaba a su voluntad de libertad extrema. Más que practicar una distorsión sobre los clisés e ideas sobre la vida -empero necesarios- de los que era heredero para inscribir en ellos el despliegue de su singularidad (Kristeva, 1994), Chris optó por rechazarlos en cada uno de sus actos. Activa des-herencia, cabría decir.
Siguiendo con Kristeva, vale la pena considerar que, distintamente de la revuelta freudiana, que tiene por fin abolir la exclusión de los hijos por parte del padre al asesinarlo -buscándose entonces la inclusión-, la revuelta de nuestro protagonista consistió en la exclusión voluntaria de sí mismo, en el más contundente de los aislamientos. Soledad absoluta con vocación primitiva, verdaderamente con la ayuda de poco más que sus manos y su cabeza, como en algún momento supo afirmar, aunque, hay que decirlo, ese “poco más” no representaba sino signos de civilización.  

III. Familias…

No puede dejar de decirse que hubo también desvíos en el camino hacia dicho nuevo orden salvaje y solitario, en tanto hay que señalar que el joven fue estableciendo lazos que bien podrían considerarse como cercanos a lo familiar con personas que fue conociendo en su trayecto, familiaridad entonces elegida y exogámica. Se nos vienen a la mente, en este sentido, aquellas escenas de juego en el mar con Jan, las charlas compartidas con Rayney y Wayne, la canción a dúo con Tracy y los momentos en compañía del sr. Franz, quien, como vimos, pretendió incluso adoptarlo como su nieto. Estos momentos dotados de alegría en mayor o menor medida, nos hacen considerar a la fuga de Chris como algo más que una mera reacción, debiendo entonces tomarse en cuenta matices propios de lo espontáneo. 
Se trataría entonces de momentos que -a partir de lo trabajado por Ricardo Rodulfo (Ricardo Rodulfo, 2012)- podríamos concebir en el sentido del despliegue de un experienciar que no aparece como adaptación/reacción a algo previo, sino que surge a partir de aquellas situaciones compartidas. Y si, como nos dice este autor, es el atravesamiento por experiencias la condición para sentirse real y vital, bien podríamos ubicar en estas escenas la puesta en primer plano de dicho sentir, de un “sentirse vivo” con otros que fue tomando por sorpresa a Chris en su senda hacia el más insondable aislamiento.
A estos momentos, los pensamos entonces como escenas de escritura donde lo nuevo, lo genuino de lo singular/singularizante, tuvo lugar, lo que se dio en el marco de un “entre” que posibilitó que la espontaneidad deseante circule, cualidad de lo espontáneo para la que resulta tan fundamental la puesta en juego de un “holding” o cuidado que le ofrezca condiciones propicias para su desarrollo, actitud que perfectamente podemos ubicar en algunos de los partenaires mencionados. Vale decir también que fue a veces Chris mismo quien supo oficiar de cuidador de las experiencias de estas personas, dándose entonces un movimiento recíproco de sostenimiento. Pero aquí no acaba nuestra reflexión, ya que la continuidad de los nuevos vínculos que Chris entablaba tendía a verse interrumpida por su propia voluntad, justificando sus partidas en su búsqueda de una vida salvaje como medio idealizado para arribar a la felicidad, retirada de la civilización que quedaba así confundida con la soledad. En este sentido, pensamos a estos quiebres en sus relaciones como reproducciones de aquella discontinuidad en la existencia que significó para Chris el enterarse de la falsedad que impregnaba su vida familiar, hecho que, podríamos considerar, le resultó traumático y lo condujo a romper una y otra vez los lazos que entablaba haciendo activa aquella fractura vivida pasivamente, como podemos pensar a partir de Freud (Freud, 1920). Partidas, entonces, pensables como reacciones de corte de un experienciar compartido cuya prolongación quedaba siempre trunca en nombre de la idealización de una vida en la naturaleza que ni siquiera hacía lugar a la posibilidad de un salvajismo en grupo.
Es interesante, salvando las distancias en cuanto al marco teórico planteado, lo que Melanie Klein aporta para pensar esta situación. Siguiendo a esta autora, podríamos pensar que Chris actúa a partir de imágenes parentales introyectadas que no se condicen en buena medida con lo que podríamos llamar las “características reales de los padres”, los que, si bien pueden haberle producido sufrimiento, también dieron cuenta de que aquello que consideraban el bienestar de Chris no les pasaba inadvertido, al igual que a su hermana, quien quedaría incluida también en aquella frase de Chris referida a su ya no tener familia. Es como si los padres internos de Chris fueran para él mucho más severos, terroríficos y desconsiderados que los que aparentemente se ven en la realidad, negándose todo aspecto positivo de los mismos, lo que fuera luego extendido a la humanidad entera de alguna manera, proyección que justificaría su retiro de la civilización. 
Ahora bien, cabe preguntarse todavía: ¿habrá también experienciado Chris en sus momentos de soledad? ¿O acaso sus momentos de aislamiento sólo han llevado el signo de lo reactivo? Lejos de categorizaciones tajantes, opinamos que se ha dado una especie de convivencia inestable entre espontaneidad y reacción, en la que a veces primaba una y en ocasiones otra, razón por la que la soledad habría sido entonces una dimensión que, al menos de manera parcial, Chris habría podido habitar subjetivamente, según nuestra consideración.
Nos interesa, por último, hacer en este apartado un breve comentario acerca de los amigos y conocidos hippies con los que Chris se topa en su viaje. Nos asalta, al respecto,  la siguiente interrogación: ¿Qué distinción puede establecerse entre la posición de éstos y la de nuestro protagonista? Pensamos que, por una parte, cabe situar diferentes niveles de distanciamiento con respecto al sistema en los que podemos ubicarlos, siendo Chris un auténtico extremista en este sentido. Por otra parte, estos hippies se inscriben en un movimiento colectivo con una ya cierta historia, el hippismo, lo cual implica la compañía de una -digamos- “institución” que ampara, compañía que se ve redoblada en el hecho de que ninguno lleva adelante su vida en soledad. Completamente contrario es el caso de Chris y su aislamiento tanto de un movimiento colectivo –apenas se acompaña de algunos autores- como de todo contacto social, doble soledad que no habla sino de su osadía. Siguiendo a Ricardo Rodulfo, podríamos decir que Chris dio lugar a un proceso de creación de su singularidad por medio de su violento empuje, pero –agregamos- en el mismo movimiento rechazó todo contacto con alteridad humana alguna. Y si hablamos de otredad, cabría todavía conjeturar que fue justamente a través de su desaparición que Chris consiguió que su alteridad sea mayormente considerada por sus padres, no habiendo estado nunca su singularidad tan presente para ellos como en su ausencia.

IV. Sobre la civilización y los venenos

Freud (Freud, 1930) habla de tres posibles causas de sufrimiento, de tres peligros de los que el hombre se protege: la supremacía de la naturaleza, la fragilidad del cuerpo y la insatisfacción en las relaciones con los demás. Respecto de esta tercera fuente de sufrimiento, Zygmunt Bauman (Bauman y Dessal, 2014) nos dirá que la misma conlleva un conflicto irresoluble entre libertad y seguridad, puesto que la sociedad debe imponer restricciones para despejar los temores de los hombres con respecto a otros hombres, pero éstas van en contra del ansiado ejercicio de la libertad individual. Dicho sencillamente, apetitos y renuncias están condenados a una lucha infinita que no podrá conocer más que transitorias soluciones de compromiso que no lograrán jamás erradicar el malestar que nos significa dicha puja entre aspectos tan necesarios como irreconciliables, dañándose así el mismo lazo social que de este modo se ha contribuido a crear.
Volviendo a Chris, diremos que éste, desestimando las razones por las que los humanos nos vemos obligados a precisar de los otros y a establecer un contrato social con derechos y obligaciones, dio un salto por fuera de la ley, pero habiendo querido sustraerse del “malestar en la cultura” (Freud, 1930), se encontró, a fin de cuentas, con la peor cara del aislamiento, con el más reseco “malestar en la soledad”. Diríase entonces que, intentando liberarse del universo del otro y su ley, Chris se quedó sin su auxilio y acabó muriendo a manos de la naturaleza, la que enfermó su cuerpo.
También durante su trayecto nuestro protagonista debió pagar ciertas consecuencias por su “incivilización”, tal como cuando fue agredido al ser encontrado viajando en un tren de carga o cuando fue perseguido por no respetar las normas para navegar el río que acabó llevándolo a México, país en el que fue regañado por haber ingresado ilegalmente. Con respecto a lo último, queda claro que, quien se rehúse a obtener beneficios del contrato social -léase aquí certeza, seguridad y protección- (Bauman y Dessal, 2014) en pos del ejercicio de su libertad, se vea conminado a mantener, sin embargo, el cumplimiento de  ciertas obligaciones si pretende ahorrarse conflictos con la ley, tal como le sucedió a Chris, lo que denuncia que, para decirlo claramente, “el sistema no acepta renuncias como argumento para transgredirlo”.
Por otra parte, un contraste interesante para marcar es que, al revés de lo que sucede hoy, en tanto se pretende el imposible de mayor seguridad sin la entrega de libertad a cambio -lo que lleva a vivir toda puesta en práctica de la libertad como aterrorizante y empuja el péndulo en sentido contrario a ésta-, Chris no tuvo temor alguno de mirar a los ojos a la libertad, aunque su coraje fue -cabría decirse- poco astuto y acabó llevándolo a la muerte, puesto que con tan solo un mapa podría haber acudido a algún refugio o asentamiento cercano, según puede leerse hoy en internet. Al contrario de las restricciones extremas en pos del control y la seguridad que llevan en la actualidad a vivir encarcelado paranoicamente en el propio hogar como manera de obtener algo de tranquilidad, Chris decidió vivir al aire libre, aunque claro, sin amenaza humana alrededor. Podría decirse que se sentía más a gusto con el lobo que con el hombre, con lo salvaje que con la ley, hasta que acabó quedando “atrapado en la naturaleza”. En rigor de verdad, y cómo diría Gustavo Dessal, fue Chris quien acabó siendo el peor lobo para sí mismo (Bauman y Dessal, 2014).
La única ley, las únicas prohibiciones que el protagonista se impuso en su nueva y libre vida fueron en relación con la sexualidad, en tanto se niega a tener contacto sexual con una adolescente varios años menor que él, y en relación con el asesinato de la madre de un animal, también éste de corta edad. Cabe conjeturar entonces que el límite a su libertad se encuentra en lo que podríamos considerar como lo aún puro que debe ser cuidado, en lo todavía sin mancilla, aspectos que perseguiría y reconocería en su nueva identidad. Además, en el caso del animal -y a riesgo de ir demasiado lejos con nuestra interpretación-, matar a su madre hubiese significado dejarlo solo, “sin familia” y sin demasiados recursos para hacer frente a los avatares de la intemperie, tal como estaba él. En suma, traspasar estos límites, hubiese sido una afrenta contra quienes serían, de alguna manera, reflejos de sí-mismo, transgresión que su capacidad empática –por decirlo de algún modo- le impidió llevar adelante. Aún en el reino de lo salvaje, no todas las derivaciones de la agresividad estaban habilitadas.

V. Violencia subjetivante

Llegados a este punto, queda claro que no cabe pensar en un monopolio de la violencia como destructiva y maligna, en tanto conlleva también la puesta en juego de fuerzas afirmativas. Tal como nos dice Ricardo Rodulfo en sus consideraciones sobre la violencia (Ricardo Rodulfo, 2009), es necesario separar a la agresividad del terreno de lo necesariamente destructivo y mortífero en el que ha quedado confiscada y rescatar aquello de vitalidad que porta. Diríamos que no fue sino aquella la que brindó a Chris la fuerza necesaria para rebelarse hasta contra su propio nombre, trocándolo por uno que comienza nada menos que con el prefijo “súper”, con toda la potencia que esto puede suponer en juego. También el mismo Chris nos habla de la importancia de sentirse fuerte cuando se anima a superar su temor al agua y se lanza a luchar contra la fuerza arrolladora de las olas del mar. Para utilizar un término de su hermana, si algo caracterizaba a Chris, esto era su “empuje”, y verdaderamente no fue éste el que lo llevó a la muerte, sino más bien su impericia a la hora de tomar los recaudos necesarios para cuidarse a sí mismo de mejor manera durante ciertos raptos de violenta iniciativa. Si había algo en él que coqueteaba con la autodestrucción y la muerte, iba por aquella vía, la de una impulsividad lejana al cálculo de los riesgos. Para decirlo en términos de Mario Waserman (Waserman, 2011), Chris emprendió maníacamente y sin ningún cuidado su exploración nómade hacia la conquista de territorios marcados como intransitables.
Meltzer, por su parte, dirá que a fin de que el experimento exploratorio adolescente no sea peligroso,  los lazos no deben romperse, debiéndose para ello mantenerse un pie en la casa, en la familia, aunque no se la habite. En este sentido, vemos cómo Chris, en su actitud adolescente, se ocupó cuidadosamente de descuidarse sacando ambos pies de su hogar, hecho al mismo tiempo dionisíaco y autodestructivo que acabó pagando con su vida, como quien corta la rama sobre la cual se apoya (Waserman, 2011). Si como dice Gustavo Dessal, el concepto de goce lacaniano une las nociones freudianas de libido y pulsión de muerte (Bauman y Dessal, 2014), este accionar de Chris es ciertamente un buen ejemplo de ello.
Ahora bien, volviendo a Waserman (Waserman, 2013) nos preguntamos hasta qué punto el acto de rebeldía o revuelta individual del protagonista es la expresión de un reclamo frente a un poder aniquilador encarnado en los padres y en el sistema en su conjunto y en qué medida se trataría de la no aceptación de la ley compartida que pone en escena una posición omnipotente. Creemos que hay escenas o situaciones en las que puede hallarse un predominio de la primera forma de razonable rebeldía y otras en las que prima la segunda, especialmente si tomamos en cuenta el esfuerzo de Chris por ubicarse omnipotentemente por fuera de la ley y la civilización. Sin embargo, cabe hacer la salvedad de que esta onmipotencia anti-civilizatoria no conllevaba un perjuicio hacia los demás como puede suceder en otros casos, puesto que, en el caso de Chris, consistió justamente en la búsqueda del aislamiento salvaje más absoluto.

 VI. “La felicidad sólo es verdadera cuando es compartida”

Tomando a Lacan y considerando el rodeo de Chris, podríamos hablar de un pasaje al acto -en tanto precipitación por fuera del Otro- que acabó transformándose en un acting-out (Lacan, 1963), llamado al Otro que no llegó a encontrar un receptor a tiempo que pueda encarnarlo. Cuando todavía estaba vinculado a los otros, iba en camino de su pasaje al acto, pero cuando lo consumó, ya era demasiado tarde para encontrar a otros que puedan escucharlo en su miedo cósmico (Bauman y Dessal, 2014), su tristeza y, finalmente, su desesperación. Tal como él mismo supo escribir, el asunto no se trataba de “ningún chiste”, los otros ahora eran imperiosamente necesarios. ¿Pero acaso no lo fueron siempre y de lo que se trató al fin y al cabo aquella huida no fue sino de un acting-out disfrazado de pasaje al acto? ¿Y no estuvo también presente de manera latente la intención de vengarse de los padres haciéndolos sufrir al no comunicarse con ellos en absoluto? Y, finalmente, si se hubiese cuestionado profundamente cuánto tenían que ver sus padres con su cuestionamiento hacia la civilización, ¿hubiese llegado a tanto? Dejamos abiertos los interrogantes.
Para ir concluyendo, no podemos dejar de mencionar el hecho de que el protagonista finalmente deja de firmar como Alex y vuelve a hacerlo como Chris, un Chris que -no sin su pasaje por Alex- ahora opina que la felicidad en soledad no es más que una farsa, siendo verdadera sólo cuando se la comparte, revalorizando así de algún modo como reales los momentos felices vividos en compañía en aquel pasado considerado como una gran mentira enmarcada en la hipocresía de la civilización actual. Si, tal como dice Ricardo Rodulfo (Ricardo Rodulfo, 2013), para aprehender verdaderamente una ley es necesario infringirla en algún sentido, podría pensarse que Chris tenía sus fundamentos para escribir aquella máxima sobre la felicidad que, ya moribundo, alcanza a ver claramente. En términos psicoanalíticos más bien clásicos, podríamos considerar que la infiltración del miedo a la muerte como real angustiante introdujo algo del orden de la castración en la omnipotencia que el joven venía mostrando, castración que hizo patente la necesidad de los otros. Al revés de lo que le sucedió al príncipe Hamlet, la inminencia de la muerte permitió pasar a Chris de la acción al saber, punto de inflexión por el que también pudo aprehender algo de la alteridad de sus padres, ahora más bien reales y no tan enormemente desconsiderados como los había introyectado. En fin, diríamos que esa fue la educación de este hombre errante, de este homeless con formación universitaria que se lanzó a un peligroso aprendizaje autodidacta que acabó quedándose con su vida. 
Más allá de estas “moralejas tardías”, consideramos que sería una lectura errónea quedarse rápidamente con la idea de la travesía de Chris como una aventura meramente privada, en tanto, teniendo en cuenta que escribió su diario y  vislumbró la posibilidad de volcar sus experiencias en un libro cuando retornase, ¿no habrá sido su intención última fundar un movimiento (¿secta?) de –llamémosle- “salvajes en plena posmodernidad” como modo de mínimamente “reconciliarse con el mundo” (Waserman, 2011)? Si bien pueden ubicarse algunos escritores como sus referentes, ¿no habrá querido Chris posicionarse como “padre” de un colectivo al imprimirle su sello singular a su revuelta? ¿No habrá sido este el motivo último que lo convocaba a regresar meses después como portavoz iluminado cual Zarathustra (Nietzsche, 1892) de finales del siglo XX? De hecho, como puede leerse en internet, luego de darse a conocer su aventura, muchos jóvenes se dirigieron a Alaska y a otros lugares con las mismas intenciones, desapareciendo hasta hoy en día uno de ellos y otro habiendo fallecido. Podría decirse entonces que -lamentablemente para algunos- algo efectivamente ha quedado como legado de su insurrección, algo de su apuesta ha hecho mella, siendo este trabajo monográfico también testimonio de ello.
Ahora, si la revuelta psicoanalítica tiene que ver con poder cuestionar la demanda del Otro, aquello que se supone que el Otro me quiere (Lacan, 1957), vale preguntarse: ¿hasta qué nivel esto sería deseable? ¿El caso de Chris no nos alerta acaso justamente del peligro de llevar esto al extremo? A la luz de esta historia,  cabría decir que no sólo el polo de la máxima adaptación resulta venenoso para la subjetividad, sino también el de la no-adaptación, el de la libertad total y solitaria, por más activa y singularizante que pueda ser. El falso self del que nos habla Winnicott y del que Chris reniega, cobra aquí todo su valor no sólo cómo envoltura protectora del denominado verdadero, sino también como puente hacia los demás, como ineludible rasgo civilizatorio. Falso self es entonces condición de transicionalidad y, siguiendo a Chris, también de toda felicidad posible.

Para cerrar el trabajo, quisiéramos recordar estas bellas y pertinentes palabras de Hermann Hesse en su conocida novela “El lobo estepario”:
“La bidivisión en lobo y hombre, en instinto y espíritu, por la cual Harry procura hacerse más comprensible su sino, es una simplificación muy grosera, una violencia ejercida sobre la realidad en beneficio de una explicación plausible, pero equivocada, de las contradicciones que este hombre encuentra dentro de sí y que le parecen la fuente de sus no escasos sufrimientos. Harry encuentra en sí un «hombre», esto es, un mundo de ideas, sentimientos, de cultura, de naturaleza dominada y sublimada, y a la vez encuentra allí al lado, también dentro de sí, un «lobo», es decir, un mundo sombrío de instintos, de fiereza, de crueldad, de naturaleza ruda, no sublimada. A pesar de esta división aparentemente tan clara de su ser en dos esferas que le son hostiles, ha
comprobado, sin embargo, alguna vez que por un rato, durante algún feliz momento, se reconcilian el lobo y el hombre”.

Bibliografía:

-Bauman, Z. y Dessal, G.:    “El retorno del péndulo”.
-Deleuze, G. y Guattari, F.:   “Mil Mesetas”.
-Freud, S.:                           “Tótem y Tabú”.
                                          “Más allá del principio de placer”.
                                          “El malestar en la cultura”.
-Hesse, H.:                         “El lobo estepario”.
-Klein, M.:                           “El psicoanálisis de niños”.
-Kristeva, J.:                       “Sentido y sinsentido de la revuelta”.
-Lacan, J.:                          “El seminario. Tomo V”.
                              “El seminario. Tomo X”.
-Nietzsche, F.:                    “Así habló Zarathustra”.
-Lipovetsky, G.:                  “La era del vacío”.
-Rodulfo, R.:                      “Trabajos de la lectura, lecturas de la violencia”.
                             “Padres e hijos en tiempos de retirada de las oposiciones”.
-Waserman, M:                  “Condenados a explorar”.
                             “Estudios sobre la rebeldía”.
-Zizek, S.:                         “Sobre la violencia”.